La mujer equivocad

Materia publicada en el Jornal Mundo Espírita – febrero/2004




         Su nombre no es citado en los Evangelios, tampoco las tradiciones apostólicas lo registraron de alguna forma que quedara registrado hasta nuestros días.

         El evangelista Juan fue el único a narrar su encuentro con Jesús, en el capítulo 8 de su Evangelio, en los versículos 2 a 11, por tanto, debe de haber sido testigo ocular.

         Las hojas de otoño cubrían el suelo. Terminadas estaban las festividades de los Tabernáculos, o Fiesta de las Tiendas o Cabañas, considerada por el pueblo de Israel la más espectacular de todas las fiestas.

          Para celebrarla, cada familia debía construir en los alrededores de Jerusalén una cabaña de follajes, en la cual residiría por una semana. Las cabañas debían recodar a los hijos de Israel que Iahvé hizo vivir allí, cuando salieron de Egipto y pelegrinaban por el desierto. De los rituales, durante toda la mañana, una procesión de sacerdotes que decía el monte Moriá hasta la fuente de Siloé, acompañada por el pueblo, que llevaba palmas, al sonido del shofar (largo cuerno de carnero que sirve de trompeta).

          Recogida el agua en una vasija de oro, regresaba la multitud a subir la colina del templo, donde los sacerdotes derramaban el líquido, mezclado con vino, en el altar de los holocaustos.

          Jesús vino a Jerusalén para participar de la Fiesta y permaneció, concluidas las festividades, platicando. Aquel día, “Él estaba cerca a la porta Nicanor, del lado leste del Templo, llegando por el camino del Monte de las Oliveras, acompañado de los discípulos.” (1)

          Entonces, un grupo de fariseos, en medio a un grande alboroto, le trajo una joven mujer, aparentemente pillada en flagrante adulterio.

          Cabe decir que, entre el pueblo de Israel, la definición de adulterio no era la misma para el hombre y la mujer. El hombre solo era acusado de adulterio si mantuviera relaciones con una mujer casada o prometida en matrimonio, porque, se entendía, agredía a otro hombre. La mujer, adulterando, agredía el matrimonio.

          Sospecha de adulterio, era sometida a la prueba del agua amarga. Debía beber una monstruosa bebida a base de polvo recogido del Templo. Si vomitara o enfermara, era considerada culpada. Sorprendida en flagrante, la pena era de muerte, que igualmente era aplicada a la mujer que fuese violada dentro de los muros de la ciudad, puesto que suponía la Ley que, dentro de la ciudad, si ella hubiese gritado por socorro, hubiese sido oída y socorrida.

          Los fariseos someten a la adúltera al juzgamiento de Jesús. En realidad, aunque tuviesen ojos de lince para todas las faltas del prójimo, la cuestión de aquel momento buscaba mucho más aprovechar el incidente para tender una trampa al Profeta de Nazaret que celar por la pureza del matrimonio.

          Ellos la tiraron al suelo y ella allí quedó, sin el valor siquiera para levantar la mirada. Sabía que delinquiera y conocía la pena. Sabía, igualmente, que nadie de ella se apiadaría. Nadie, excepto Él.

          Mientras la indagación de los fariseos aguardaba una respuesta del Rabí, sobre la pecadora, Él se inclinó y trazó en la arena del pavimento caracteres misteriosos.

          ¿Qué escribiría Él? ¿El nombre del cómplice que se fugó? ¿El nombre del marido que, herido en el orgullo, permitía fuese su esposa tan vilmente tratada?

          Narran diversos intérpretes del texto evangélico, que Él grababa la marca moral del erro de cada uno. Curiosos, los que allí esperaban la sentencia de muerte, para extasiarse en el espectáculo de sangre e impiedad, podían leer: ladrón, adúltero, calumniador... En síntesis, sus propias malezas morales.

          Crecía la expectativa. Jesús se irguió, pasó la mirada escrutadora por la turbamulta de los acusados, que sintió tocarles en el íntimo, e dijo tranquilamente: “el que esté libre de pecado que tire la primera piedra”

          En silencio, los circunstantes se alejaron, uno a uno, empezando por los más mayores. “Sí, los más mayores traen una mayor suma de tropiezos y problemas, remordimientos y amarguras...” (1)

          En medio de la indecisión general, Jesús volvió a dibujar en la arena señales enigmáticas. Cuando se hizo silencio, Él se levantó. Alli estaba la mujer a la espera de su castigo. Si todos los demás habían partido, ella debía esperar de parte de Él la sentencia y su ejecución. El Divino Pastor consideró la fragilidad del ser humano y, compadecido con sus miserias morales, le dijo: “Mujer, ¿Dónde están aquellos que te acusaban? ¿Nadie te condonó?” “Nadie, Señor” – tuvo valor de contestar con un hilo de voz. Entonces, en lugar de del ruido mortífero de la piedras, ella oyó las palabras del perdón y de la vida: “Yo tampoco te condeno: ¡vete y no vuelvas a pecar!”.

          Los apuntes evangélicos se resumen al episodio. Sin embargo, el espíritu Amélia Rodrigues nos cuenta que, en aquella noche, la equivocada procuró el Maestro, en la residencia que Le acogía.

          Habló de la debilidad que la dominara, en los días de juventud, sintiéndose sola. El esposo, pocos días después del matrimonio, retomara las noches alegres y despreocupadas junto a sus amigos. Ella se sintió falta de afecto y cedió al acecho del seductor, que la colmaba de atención y pequeños mimos.

          Nada que la disculpara, reconocía. Y ahora, consumada la tragedia, ¿dónde iría? El esposo no la recibiría, después del espectáculo público. Tampoco podría contar con la protección paterna, porque fue llevada a la execración pública, no sencillamente ribiendo una carta de repudio, lo que le serviría incluso de indemnización para su padre, puesto que el marido que así procederá debería devolver una parte de la dote da novia al suegro.

          No había sitio para ella en Jerusalen. ¿Qué iba a ser de ella sola y desprotegida?

          El Maestro le ilustró sobre los horizontes de renovación, discurriendo sobre la memoria del pueblo que es duradera para las faltas ajenas. Ella sintió, en las entrelineas, que debería buscar otros parajes, lugares donde no la conocieran, tampoco al drama que ella acababa de vivir.

          En la despedida, Jesús la reconfortó: “...Siempre hay un sitio en el rebaño del amor para las ovejas que regresan y desean avanzar. Donde vayas, yo estaré contigo y las luz de la verdad, la antorcha del bien brillará adelante, iluminando tu camino.”

          Diez años se pasaron, y allí estaba ella, en Tiro, en casa humilde, donde recibe pelegrinos cansados y enfermos sin nadie. Un lugar de descanso de amor que ella erigió allí.

          No se olvidó jamás de aquel atardecer y de la entrevista nocturna. Se convirtió en una divulgadora de la Buena Nueva. De sus labios brotaban espontaneas referencias al Dulce Rabí, alentando las almas, mientras limpiaba llagas de sus cuerpos enfermos.

          Fue en un atardecer que le trajeron un hombre casi muerto. Ella le lavó y le cubrió las llagas. Le dio un caldo reconfortante y tan luego le percibió con menos dolores, le ofreció el mensaje de ánimos, en nombre de Jesús.

          Emocionado, confiesa que conoció el Galileo, en un día infausto, en Jerusalén. Le odiara, entonces, porque él salvara una mujer adúltera, su esposa, pero para él, el esposo ofendido, no tuvo ninguna palabra.

          El tiempo le haría meditar en cómo se equivocara en su juzgamiento. Confiesa que, desde algún tiempo, iba en búsqueda de la compañera, buscándola en muchos sitios, sin éxito, Hasta que la enfermedad le visitara el cuerpo, consumiéndole las energías.

          “Embargada por las emociones sin freno, en aquel momento, la mujer recordó la plaza y el dialogo, por la noche, con el Maestro, un decenio antes, reconoció el compañero del pasado y sin decirle nada le agarró la mano suavemente y le consoló:”….Dios es amor, y, Jesús, por esta razón nunca está lejos de los que Le quieren y Le buscan. Ahora duerme en paz mientras de vigilo, una vez que, ambos ya Le encontramos…”(2)


Bibliografía:

01. FRANCO, Divaldo Pereira. Atire a primeira pedra. In:___. Luz do mundo. Pelo espírito Amélia Rodrigues. Salvador: LEAL, 1971. cap. 13.
02. ______. Encontro de reparação. In:___. Pelos caminhos de Jesus. Pelo espírito Amélia Rodrigues. Salvador: LEAL, 1988. cap. 15.